Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad.


Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre.

Bestiario

Julio Cortázar
26 de agosto de 2014, centenario de su nacimiento.

domingo, 22 de julio de 2012

Nueva York X


Era el último domingo de verano, Joana conducía su Volkswagen Beetle por Ocean Parkway, en Long Island, la capota abierta permitía que el viento juguetee en su larga y cobriza cabellera, sujeta por un pañuelo blanco con lunares azules que formaba un triángulo anudado en su nuca. Unas gafas de sol con montura blanca, una camisa ceñida y anudada a la cintura, los shorts color arena y las zapatillas de lona completaban un look cincuentero o vintage que le sentaba de maravilla.

Era una mujer hermosa y con un cuerpo proporcionado y moldeado por horas de gimnasio. No renegaba de su belleza, no creía en ese mito de la mujer bonita que debe demostrar constantemente que es inteligente y capaz de desempeñar un trabajo tan duro como el de inspectora de homicidios en la Central de Policía de Nueva York, simplemente hacía lo que debía hacer sin prestar atención a todo lo demás.

Fuera de la policía era muy divertida y, como buena descendiente de irlandeses, no le costaba mantener el ritmo de cualquiera bebiendo, ya sea cerveza, whisky o lo que fuera.
Su compañía resultaba agradable, era culta y su conversación era entretenida y variada. Era muy reservada y evitaba hablar de su trabajo, varias veces me dedicó una de sus miradas fulminantes cuando tomando alguna copa yo la alentaba a que contara detalles de algún caso.
Realmente resultaba difícil no sentirse atraído por ella, lo comprendí desde la primera vez que la vi.

Pero a pesar de su carácter afable y divertido, nunca dejaba de ser policía, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Por eso creo que en lo más profundo de su subconsciente, no confiaba en mi.

Nos dirigíamos a Jones Beach, a disfrutar del mar y un día de playa lejos de las preocupaciones de la gran ciudad.

Yo hacía tres meses que me había instalado definitivamente en Nueva York, había aceptado la propuesta de un antiguo colega de universidad para que tomara el puesto de Jefe de Cirugía Cardiovascular del Presbyterian Hospital. Renuncié a mi antiguo trabajo, ordené mis papeles y mis cuentas y dejé atrás mi país, mis pocos amigos y familiares para vivir esta aventura.
Alquilé un pequeño loft en Park Ave y la 64, lo que me permitía ir caminando al hospital y evitar tener que comprarme un coche, me propuse no hacerlo hasta acostumbrarme a que aquí se conduce por la derecha.
En mi trabajo solo me ocupo de las intervenciones importantes, lo que me da tiempo para leer e incrementar mis conocimientos en medicina forense.

Sabía que lo más prudente hubiese sido abandonar Nueva York definitivamente cinco meses atrás, pero me pareció divertido y desafiante regresar e intimar con el peligro. Además, ya había definido una nueva misión para mi vida, y debía desarrollarla aquí.

Entendía la frustración de Joana al no poder resolver los homicidios de Bloom y  Vargas como hubiese querido, toda posible relación mía con los casos y los implicados era casual y circunstancial. No existía la mínima prueba, móvil u oportunidad que me involucrase. Si hasta Declan Ohara, el hermano de Joana, cuando me conoció semanas más tarde y sin que nadie se lo pidiese, recordó haberme visto la noche de los asesinatos en la Sexta y Lispenard, frente al Nancy Whiskey Pub. No pudo precisar la hora, pero me situaba muy lejos de los escenarios.

Durante la investigación, en la que me mostré todo lo colaborador que se suponía debía ser, conocí a Amanda, la ayudante del fiscal que llevaba los casos.

Ya divisábamos la torre de agua de Jones Beach, por lo que pronto llegaríamos a nuestro destino.

Unos cientos de metros atrás, nos seguía en su Cruze Station Wagon el compañero de Joana, Bobby, con su esposa (habían conseguido dejar a los niños con sus abuelos maternos), Declan y su novia Liza.

Joana conducía justo al límite de velocidad permitido, tenía puesto un cd de Jessie J y todos coreábamos los temas más conocidos. En el asiento del copiloto iba David, un médico cirujano de mi equipo en el Presbyterian, divorciado y de unos treinta y nueve años, con el que habíamos coincidido en algunos congresos en los últimos años, y con el que mantenía cierto grado de amistad. Lo introduje en nuestro grupo hacía unas tres semanas y se acopló inmediatamente. Percibía en él un mal disimulado interés por Joana, lo cual no dejaba de perturbarme de alguna forma.

En el asiento trasero, Amanda y yo tratábamos de acomodar lo mejor posible nuestros cuerpos de más de un metro y ochenta centímetros entrelazando nuestras piernas y nuestros brazos.
Comencé a salir con Amanda justo antes de decidir instalarme en Nueva York, quería creer que ella era uno de los motivos que me impulsaron a regresar aquí, pero no podía engañarme.
Teníamos muchas afinidades y nos divertíamos mucho juntos, ella tenía un carácter muy alegre y una refinada cultura. De gustos caros, un tanto snob, visitábamos los mejores restaurantes y clubs. Compartíamos teatros, cines, museos y cama. Amanda era una mujer bella, con un cuerpo espectacular, sexualmente apasionada y nada retraída.

Al menos hasta ahora nunca habíamos pensado en que nuestra relación tomara un rumbo más serio, la pasábamos bien juntos, nos divertíamos, y disfrutábamos inmensamente con el sexo.
Además de todo esto, para mí, Amanda era una fuente inagotable de información, información necesaria para llevar adelante mi misión en esta ciudad. Por otro lado era un medio para estar cerca de Joana.

Eran las siete de la tarde y decidimos tomar unas cervezas antes de regresar a Manhattan, Joana sugirió el Paddy Mc Gees, en Island Park, que nos quedaba de camino y nadie objetó su propuesta.

Cuando estábamos en el pub, tal vez para impresionar a Liza y que dejara de prestarle atención a su iPhone, Declan rompió la regla tácita de no hablar de trabajo en un día de descanso y dijo:

“Me ha mandado un mensaje mi amigo Charly Goldman, de la 33, un tipo al que estaban siguiendo de cerca, con antecedentes por violación, agresión, tráfico de coca y caballo, sospechoso de cargarse a un par de camellos y alguna prostituta, apareció muerto en Washington Heights con el cuello roto. ¿No era uno de tus casos, Amanda?. Te han ahorrado el trabajo, seguro fue un ajuste de cuentas o alguna venganza.”

A pesar de sentir que la mirada de Joana inmediatamente buscó alguna micro expresión en mi rostro, no pude resistirme.

“O tal vez sólo se trate de la mano de Dios haciendo justicia”, dije alzando mi copa simulando un brindis. 


Víctor M. Litke, Madrid 2012

domingo, 15 de julio de 2012

Nueva York IX


La puerta del despacho del capitán se abrió y desde nuestros escritorios pudimos distinguir cierto grado de satisfacción en los gestos de la ayudante del fiscal al despedirse. Al pasar a nuestro lado se detuvo para felicitarnos por nuestro trabajo y darnos ánimo para lo que aún teníamos por delante.
Bobby le dedicó una amplia y sincera sonrisa, y yo acordé llamarla más tarde para tomar una copa juntas.

Amanda era una excelente abogada que pudiendo trabajar en los mejores bufetes de la ciudad, eligió el servicio público. Era honesta y trabajadora, de familia más que acomodada, hija y nieta de jueces, poseía un talento genético que la hacía exitosa en su profesión. Por otro lado, era una mujer hermosa y elegantemente atrevida en su vestuario (generalmente elegía diseños de Antonioli o Rick Owens y compraba sus zapatos en Louboutin o Ferragamo). 

Desde hacía un par de años se había convertido en mi mejor amiga, cuando coincidimos en un master de psicopatología legal, forense y criminológica, que cursamos en la Pace University School of Law.

En su maletín, un JFK Classic de Lederer, llevaba la carpeta con el resumen del expediente del asesinato de Erik Paul Bloom Standford, y un pendrive con todos los documentos relacionados. Amanda era muy meticulosa en su trabajo.
Se dirigía a su oficina en la fiscalía para preparar las dos acusaciones por conspiración, autoría intelectual, incitación y complicidad de homicidio en primer grado.

Nuestra investigación del caso se había cerrado con pruebas firmes que imputaban el homicidio de Erik Bloom a José Vargas, un crimen por el que no podrá ser juzgado ya que Vargas fue asesinado solo minutos después de haberlo cometido.
Ese era el trabajo que Bobby y yo teníamos pendiente, sabíamos que los dos homicidios podían estar relacionados de alguna forma, pero después de varios días de trabajo aún no teníamos ninguna pista firme.

Lo de Bloom estaba claro, José Vargas, tenía su reloj, encontramos la cartera de Bloom con las huellas de José (sin dinero en efectivo aunque con todas sus tarjetas). Los técnicos de la científica encontraron en la camisa y la corbata de Erik fibras de algodón con apresto que pertenecían a la camiseta de GAP recién estrenada (no había sido lavada aún) que llevaba puesta el asesino, y las marcas del cuello de la víctima coincidían en tamaño y forma con las manos de José. También se encontraron restos de Rohypnol en un bolsillo del pantalón y en las manos del sospechoso.

Además existían otras pruebas que podrían ser consideradas circunstanciales, pero que de todas formas incluimos en el informe, como la proximidad de los escenarios de los dos homicidios, el dinero en efectivo que Vargas llevaba en el bolsillo de su pantalón, etc.

A pesar de estas pruebas, no nos cerraba el móvil del asesinato, si hubiese sido un robo, no habría dejado los anillos y cadena de oro que llevaba la víctima, ni hubiese dejado las tarjetas de crédito al tirar su cartera.

Pero desde el principio la nacionalidad de José Vargas encendió la luz de la sospecha, de lo que podría haber detrás de este crimen.

La nacionalidad del asesino, las llamadas recibidas en su teléfono móvil, la llave de una taquilla de Penn Station, el dinero en efectivo que encontramos en su casa y su camiseta de GAP recién estrenada, nos condujeron a la prueba más concluyente: la confesión de las personas que contrataron a José Vargas para matar a Bloom.

Amanda nos proporcionó la orden de registro para el piso de Erik y Cloe Bloom, incluía la revisión de sus cuentas bancarias, facturas, movimiento de sus tarjetas y el registro de llamadas de todos sus teléfonos.

Los periódicos retiros de efectivo que realizó Cloe de su cuenta corriente, podrían haber servido para pagar al asesino de su marido, esto era difícil de probar, las cifras eran aproximadas (cinco mil dólares), pero no había forma de corroborarlo.

El hecho que si implicaba a Cloe lo descubrimos a partir de sus gastos con una de sus tarjetas de crédito, nos llamó la atención el pago de dos copias de llaves de una cerrajería de la 33 oeste, cerca de Penn Station. En la casa de José Vargas la científica encontró dentro de un sobre una llave que pertenecería a una taquilla de esa estación, por lo que decidimos revisar las cámaras de seguridad de la primera planta, en la zona de equipajes. En una de ellas, de cuatro días atrás, sobre las nueve de la mañana, se veía claramente como Cloe alquilaba una taquilla, lo comprobamos y se correspondía con la llave del asesino.
En el departamento de los Bloom hallamos las otras dos llaves.
Las tres llaves tenían huellas parciales que coincidían con las de Vargas, Cloe y Sofía.

La Interpol, y la embajada del Perú nos proporcionaron datos y antecedentes de José Vargas, Cloe Miranda y de Sofía Huertas. Descubrimos la relación de parentesco entre José y Sofía.
Encontramos al menos una llamada realizada desde la casa de los Bloom al móvil de Vargas.
Ubicamos la tienda de GAP donde había sido vendida la camiseta que llevaba el asesino (y víctima) y establecimos que había sido comprada por Sofía.

La primera en derrumbarse fue Cloe, justificando su proceder en los malos tratos y vejaciones físicas y psicológicas a las que le sometía Erik.

Sofía mantuvo su actitud un par de horas más, pero finalmente confesó.

Los abogados que representaban a Cloe y Sofía se reunieron con Amanda para negociar el mejor trato posible para sus clientas.
Bobby y yo queríamos centrarnos ahora en el asesinato de José Vargas, las dos detenidas negaron cualquier implicación en el mismo y nosotros no teníamos ningún indicio de que no fuera así, simplemente la sospecha de que con la muerte de José eliminaban la posibilidad de futuros chantajes u otro tipo de relación con la muerte de Erik, pero eso supondría que alguna de ellas  cometió el segundo crimen, o lo hicieron juntas, o contrataron a otro asesino, con lo que estarían en la misma situación.

De todas formas, teníamos un cabo suelto que todavía no habíamos podido terminar de investigar, una de las últimas cosas que nos llamó la atención en los registros del teléfono de casa de los Bloom, fueron unas tres o cuatro llamadas de la última semana al hotel Marriott del East Side.

En el hotel conseguimos identificar el número de habitación y a su ocupante.

Dejamos a un agente esperando a que nuestro turista regresase al hotel para acompañarlo a comisaría, mientras nos pusimos a averiguar con quién estábamos tratando.

Nos enteramos que había llegado a Nueva York hacía unos días, en el mismo vuelo que Sofía Huertas, y procedente de Lima, Perú.

Demasiadas coincidencias?

Quizás, con un poco de suerte, esta persona pueda aclararnos algo sobre el homicidio de José Vargas.


 Víctor M. Litke, Madrid 2012