Era
el último domingo de verano, Joana conducía su Volkswagen Beetle por Ocean
Parkway, en Long Island, la capota abierta permitía que el viento juguetee en
su larga y cobriza cabellera, sujeta por un pañuelo blanco con lunares azules
que formaba un triángulo anudado en su nuca. Unas gafas de sol con montura
blanca, una camisa ceñida y anudada a la cintura, los shorts color arena y las
zapatillas de lona completaban un look cincuentero o vintage que le sentaba de
maravilla.
Era
una mujer hermosa y con un cuerpo proporcionado y moldeado por horas de
gimnasio. No renegaba de su belleza, no creía en ese mito de la mujer bonita
que debe demostrar constantemente que es inteligente y capaz de desempeñar un
trabajo tan duro como el de inspectora de homicidios en la Central de Policía
de Nueva York, simplemente hacía lo que debía hacer sin prestar atención a todo
lo demás.
Fuera
de la policía era muy divertida y, como buena descendiente de irlandeses, no le
costaba mantener el ritmo de cualquiera bebiendo, ya sea cerveza, whisky o lo
que fuera.
Su
compañía resultaba agradable, era culta y su conversación era entretenida y
variada. Era muy reservada y evitaba hablar de su trabajo, varias veces me
dedicó una de sus miradas fulminantes cuando tomando alguna copa yo la alentaba
a que contara detalles de algún caso.
Realmente
resultaba difícil no sentirse atraído por ella, lo comprendí desde la primera
vez que la vi.
Pero
a pesar de su carácter afable y divertido, nunca dejaba de ser policía, en
cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Por eso creo que en lo más
profundo de su subconsciente, no confiaba en mi.
Nos
dirigíamos a Jones Beach, a disfrutar del mar y un día de playa lejos de las
preocupaciones de la gran ciudad.
Yo
hacía tres meses que me había instalado definitivamente en Nueva York, había
aceptado la propuesta de un antiguo colega de universidad para que tomara el
puesto de Jefe de Cirugía Cardiovascular del Presbyterian Hospital. Renuncié a
mi antiguo trabajo, ordené mis papeles y mis cuentas y dejé atrás mi país, mis
pocos amigos y familiares para vivir esta aventura.
Alquilé
un pequeño loft en Park Ave y la 64, lo que me permitía ir caminando al
hospital y evitar tener que comprarme un coche, me propuse no hacerlo hasta
acostumbrarme a que aquí se conduce por la derecha.
En
mi trabajo solo me ocupo de las intervenciones importantes, lo que me da tiempo para leer e incrementar mis conocimientos en medicina forense.
Sabía
que lo más prudente hubiese sido abandonar Nueva York definitivamente cinco
meses atrás, pero me pareció divertido y desafiante regresar e intimar con el
peligro. Además, ya había definido una nueva misión para mi vida, y debía
desarrollarla aquí.
Entendía
la frustración de Joana al no poder resolver los homicidios de Bloom y Vargas como hubiese querido, toda posible
relación mía con los casos y los implicados era casual y circunstancial. No
existía la mínima prueba, móvil u oportunidad que me involucrase. Si hasta
Declan Ohara, el hermano de Joana, cuando me conoció semanas más tarde y sin
que nadie se lo pidiese, recordó haberme visto la noche de los asesinatos en la Sexta y Lispenard, frente al Nancy Whiskey Pub. No pudo precisar la hora, pero me situaba muy lejos de
los escenarios.
Durante la investigación, en la que me mostré todo lo colaborador
que se suponía debía ser, conocí a Amanda, la ayudante del fiscal que llevaba los
casos.
Ya
divisábamos la torre de agua de Jones Beach, por lo que pronto llegaríamos a
nuestro destino.
Unos cientos de metros atrás, nos seguía en su Cruze Station Wagon
el compañero de Joana, Bobby, con su esposa (habían conseguido dejar a los
niños con sus abuelos maternos), Declan y su novia Liza.
Joana
conducía justo al límite de velocidad permitido, tenía puesto un cd de Jessie J
y todos coreábamos los temas más conocidos. En el asiento del copiloto iba
David, un médico cirujano de mi equipo en el Presbyterian, divorciado y de unos
treinta y nueve años, con el que habíamos coincidido en algunos congresos en
los últimos años, y con el que mantenía cierto grado de amistad. Lo introduje
en nuestro grupo hacía unas tres semanas y se acopló inmediatamente. Percibía
en él un mal disimulado interés por Joana, lo cual no dejaba de perturbarme de
alguna forma.
En
el asiento trasero, Amanda y yo tratábamos de acomodar lo mejor posible
nuestros cuerpos de más de un metro y ochenta centímetros entrelazando nuestras
piernas y nuestros brazos.
Comencé
a salir con Amanda justo antes de decidir instalarme en Nueva York, quería
creer que ella era uno de los motivos que me impulsaron a regresar aquí, pero
no podía engañarme.
Teníamos
muchas afinidades y nos divertíamos mucho juntos, ella tenía un
carácter muy alegre y una refinada cultura. De gustos caros, un tanto snob,
visitábamos los mejores restaurantes y clubs. Compartíamos teatros, cines,
museos y cama. Amanda era una mujer bella, con un cuerpo espectacular,
sexualmente apasionada y nada retraída.
Al
menos hasta ahora nunca habíamos pensado en que nuestra relación tomara un
rumbo más serio, la pasábamos bien juntos, nos divertíamos, y disfrutábamos
inmensamente con el sexo.
Además
de todo esto, para mí, Amanda era una fuente inagotable de información,
información necesaria para llevar adelante mi misión en esta ciudad. Por otro
lado era un medio para estar cerca de Joana.
Eran
las siete de la tarde y decidimos tomar unas cervezas antes de regresar a
Manhattan, Joana sugirió el Paddy Mc Gees, en Island Park, que nos quedaba de
camino y nadie objetó su propuesta.
Cuando
estábamos en el pub, tal vez para impresionar a Liza y que dejara de prestarle
atención a su iPhone, Declan rompió la regla tácita de no hablar de trabajo en
un día de descanso y dijo:
“Me
ha mandado un mensaje mi amigo Charly Goldman, de la 33, un tipo al que estaban
siguiendo de cerca, con antecedentes por violación, agresión, tráfico de coca y
caballo, sospechoso de cargarse a un par de camellos y alguna prostituta, apareció muerto en Washington Heights con el cuello roto. ¿No era uno de tus
casos, Amanda?. Te han ahorrado el trabajo, seguro fue un ajuste de cuentas o
alguna venganza.”
A
pesar de sentir que la mirada de Joana inmediatamente buscó alguna micro
expresión en mi rostro, no pude resistirme.
“O tal vez sólo se trate de
la mano de Dios haciendo justicia”, dije alzando mi copa simulando un brindis.
Víctor M. Litke, Madrid 2012